El Cairo (Prensa Latina) Las nubes de polvo del Sahara, que causan tanto asombro como alarma entre los habitantes del continente americano, son apenas un rasgo del heterogéneo escenario egipcio, un país eminentemente desértico al que no le vendrían mal algunas vaguadas caribeñas.
A finales de junio el gran desierto africano envió pruebas de su existencia a ese otro lado del mundo, recibidas como un espectáculo por sus pobladores y con cautela por meteorólogos y autoridades sanitarias, que llamaron a permanecer en casa a personas con padecimientos de tipo
respiratorio.
Pero las partículas que ensombrecieron el panorama en varios puntos de América tras un viaje de más de ocho mil kilómetros, son un fenómeno cotidiano en el país de los faraones, en cuyas edificaciones y calles predomina, no por gusto, el color ocre.
El desierto que ha estado ahí desde hace mucho, entra de a poco y escurridizo en forma de diminutos granitos por las hendiduras de ventanas y puertas, y con furia durante las frecuentes tormentas que colorean el ambiente de amarillo intenso, además de obstruir el tránsito en las congestionadas arterias cairotas y de otras localidades.
Pese a los esfuerzos del hombre por esquivar su presencia con la edificación de grandes complejos residenciales de ladrillos, cristales, o ambos, ese inmenso paraje arenoso recuerda a cada momento que sigue allá afuera, con sus rigores pero también con regalos únicos como las
huellas de la civilización faraónica, conservadas por la ausencia de lluvias y el clima seco imperante.
Es tal su predominio en este país, con tierras en dos continentes, que sus hombres y mujeres viven aferrados a las márgenes del Nilo desde épocas inmemoriales, ya sea en su valle o delta.
Gracias a sus descomunales riadas de antaño, que fertilizaban las riberas, floreció la cultura del Antiguo Egipto con majestuosos templos, esfinges, construcciones de piedra, momias y sarcófagos dorados, afirman historiadores.
Inmutables al paso del tiempo, las pirámides de Giza (2500 a.n.e) son admiradas hoy por lugareños y visitantes foráneos que suelen recorrer el lugar a caballo o en los típicos camellos (duran hasta tres meses y más sin probar alimento ni agua).
Entre ellas Keops, la mayor de todas, es la primera y la única maravilla de la antigüedad que perdura.
El templo de Karnak en la ciudad de Luxor, construido entre los años 2200 y 360 a.n.e., es otro de los protagonistas del agreste territorio, al igual que Abu Simbel, levantado en la sureña Nubia alrededor del 1264 a.n.e.
Montañas de arena protegieron famosas tumbas y pasadizos en el Valle de los Reyes, donde sobreviven los sepulcros de varios faraones y reinas, pertenecientes al Imperio Nuevo (dinastías XVIII, XIX y XX).
Y en otras regiones como Minya o Saqqara, resguardan yacimientos arqueológicos que parecen inagotables.
Ni las búsquedas de saqueadores y expertos, han conseguido arrebatar al desierto todos sus secretos.
No detiene a los exploradores el sol abrasador, que puede rozar los 50 grados Celsius, tampoco los torbellinos de arena los cuales cubren una y otra vez reliquias del pasado hasta ocultarlas por completo.
Los egipcios soportan temperaturas extremas y respiran un aire abigarrado, no exento de otro tipo de contaminación.
De ahí los tradicionales atuendos largos y frescos para sobrellevar días muy sofocantes usados por representantes de ambos sexos, turbantes (los hombres) y pañuelos (las mujeres).
En el verano, más acentuado en julio y agosto, llegan las olas de calor que en su fase benévola pueden disparar los termómetros hasta los 45 grados Celsius.
Mientras en la ciudad cada quien halló su estilo para continuar las rutinas pese a las inclemencias del tiempo, los beduinos siguen enraizados en el desierto, a las carpas que mueven de un sitio a otro, y a su vida nómada, en muchas ocasiones ofreciendo su servicio como los
más experimentados guías.
Y aunque soportan la ira del desierto y su hostil panorama, que burlan con canales para trasladar el agua de un sitio a otro, y modernos sistemas de riego, la llegada de aguaceros, infrecuentes en la zona, causa preocupación en una nación que no tiene hábito de lidiar con las
eventualidades asociadas.
Las últimas, bautizadas aquí como las «tormentas del dragón», obligaron a suspender clases y el trabajo en la mayoría de las instituciones, salvo aquellas imprescindibles como hospitales, bomberos y otros servicios básicos.
De modo que en la que muchos llaman la «aldea globalizada», donde los terrícolas conectados a Internet estamos a un clic de distancia, los contrastes entre vaguadas caribeñas y las tempestades del Sahara (desierto en árabe), siguen dibujando identidades.
Por cierto, pese a que esta región del mundo envió a América una prueba de vida con apariencia de nube polvorienta a modo de regalo, todavía no ha llegado aquí ninguna gota de lluvia de la actual temporada ciclónica o alguna vaguada pasajera, como gesto de reciprocidad y
agradecimiento.